miércoles, 20 de junio de 2007

MARRAKECH, UN OASIS DE FRAGANCIAS








¿Existe en el mundo algún otro mercado tan sugerente como el de la plaza Djemma el-Fna, en Marrakech?



La verdad es que sin gente no tendría nada de especial, pues no cuenta con un monumento imponente ni ningún edificio de relevancia. De hecho, ni tan siquiera es una plaza propiamente dicha. En tiempos de los franceses era un aparcamiento y, en sus orígenes, albergó el cadalso de la ciudad, de ahí su nombre, que significa “la plaza de laos muertos”. En la actualidad, sin embargo, ha pasado a encarnar la vida misma y esa necesidad tan humana de relacionarse los unos con los otros bajo las más variopintas y maravillosas modalidades.



De día, la plaza se halla enmarcada por una serie interminable de carros con un sinfín de naranjas frescas listas para ser exprimidas. Dentro del perímetro, se expone todo tipo de productos y mercancías, desde teteras y tallas de madera hasta alfombras y artículos de marroquinería, además de las imprescindibles pastas dulces, los especiados tagines, ratatouilles y shashlik sobre un fondo de música y sonidos de todo tipo. De noche la plaza se transforma en una especie de circo felliniano donde tienen cabida desde prestidigitadores y malabaristas hasta boxeadores y encantadores de serpientes, todo ello con el humo y el aroma a especias de innumerables parrillas. También se puede escuchar el insistente tam tam de unos tambores, como si todo este caos formara parte de un meticuloso ritual de ejecución diaria.



Dentro, ya en las entrañas del zoco, se asiste a un festín idéntico para los sentidos, con una pesada mezcla de olores de fondo. Al pasar ante los innumerables puestos en los que se vende de todo entre polvorientos rayos de sol que, a duras penas, logran filtrarse por el techo, le asalta a uno el inconfundible aroma a canela entremezclado con el de sándalo y la madera de cedro, el del cuero y ese aroma nacional de Marruecos que es la menta. Con esas pirámides de azafrán y cilantro, y ese sinfín caótico de telas, lámparas y teteras que cuelgan del techo, el zoco de Marrakech es una auténtica cueva de Aladino.



Pero la ciudad tiene otras muchas cosas más aparte del mercado. Tanto las murallas, de un inconfundible color tierra rojizo, como las imponentes puertas de Bad Debbagh y Bad Aghmat, y la equilibrada mezquita de la Kutubia, todo un símbolo de la ciudad, han resistido el paso de los siglos en un perfecto estado de conservación, y ello a pesar de las atenciones de incontables pretendientes y saqueadores. Dentro de esas murallas no sólo hay una frenética actividad comercial, sino también un oasis de jardines como el de Majorelle, donde los protagonistas son los hibiscos, las buganvillas, las palmeras y los plátanos. Musa ahora de los perfumistas, todos estos jardines fueron antaño el refugio de intelectuales y estudiosos del Corán que hicieron de Marrakech el centro de la civilización marroquí, frente al conservadurismo de Fez.



Heredera de semejante tradición, Marrakech es, sin embargo, mucho más que una plaza y un paraíso de los aromas. Como la danza del velo, esconde tras de su mirada un misterio que constituye un autentico festín para los sentidos.

“No se puede vivir en Marrakech y no gustarte las fragancias. Aquí el perfume tiene un carácter místico, forma parte indisoluble de la vida misma” Serge Lutens. Perfumista.

miércoles, 13 de junio de 2007

RIO DE JANEIRO, LA EXPLOSIÓN DE LA SENSUALIDAD









No es posible sentirse culpable en Río, una ciudad bendecida con tantos encantos naturales que toda ella se ha convertido en una fiesta del hedonismo. Rodeada de selva tropical, montañas de granito y playas, Río ha sabido sacar partido de tan variopinto entorno. Los cariocas, que es como se conoce popularmente a los lugareños, suelen buscar el fresco y la sombra de las montañas, o bien se vuelcan por entero en la arena, donde aprovechan para cerrar algún que otro trato y de paso ligar, o se consagran al culto del cuerpo, la religión no oficial de Río.
Hubo un tiempo en que Río de Janeiro fue la capital de Brasil (Sus más fieles partidarios sostienen que todavía hoy en día sigue siendo la capital espiritual del país). Incluso en un momento dado llegó a convertirse en la capital del mismísimo imperio portugués, cuando tras la invasión de Portugal a manos de las tropas napoleónicas Dom Joäo VI hubo de trasladar la corte a Río. Los portugueses arribaron a este espléndido puerto natural el 1 de enero de 1502, y creyeron que se trataba de la desembocadura de un río de grandes dimensiones, de ahí el nombre con el que bautizaron al lugar, Rio de Janeiro, el “río de enero”, antes de proseguir con su expedición. Al poco, los franceses intentaron hacerse con el control de la región con la intención de crear una especie de Francia antártica calvinista. No deja de ser curioso pensar que, en caso de que finalmente se hubieran hecho con el poder, las jóvenes de Ipanema habrían tenido que vestir sayo y cinturón de castidad….
El descubrimiento de oro en las tierras del interior y el privilegiado emplazamiento de Río como puerto más próximo a dichas minas hizo que el lugar disfrutara de dos largos siglos de gloria y esplendor. La ciudad fue abriéndose paso por entre las montañas en dirección sur hacia Copacabana y más allá, y entró en el siglo XX con la aspiración de ser el París de los trópicos. Durante las décadas de 1950 y 1960, cuando Sao Paulo se convirtió en el principal centro comercial del país, Río entró en una fase de cierta decadencia y hubo de contentarse con asumir la condición de capital de la diversión y la fiesta. La ciudad cuenta con el carnaval más importante y deslumbrante de todo el mundo, e incluso hay un estadio consagrado a tal efecto junto a la playa, donde los participantes despliegan todas sus galas y llevan a todo el mundo el sonido de la samba, la música de la comunidad negra más pobre que ha acabado convirtiéndose en el himno nacional de Brasil.
De una manera harto peculiar, Río ha integrado a los pobres que viven en ella en unas condiciones del todo deplorables desde el momento en que las favelas se hallan justo en el centro de la ciudad, desde donde curiosamente se consiguen algunas de las mejores vistas. De hecho se han convertido en una parte esencial del paisaje urbano, al que incluso se organizan visitas guiadas, además, claro está, de los dos grandes símbolos de la ciudad: la montaña de Pan de Azúcar y el Cristo en la cima del Corcovado, a cuyos pies late el paraíso de la samba.

martes, 5 de junio de 2007

LAS VEGAS, EL PARAISO EN MEDIO DEL DESIERTO










La mejor forma de visitar esta ciudad es con la mente lo más abierta posible. No como Raul Duke en la película “Miedo y asco en las Vegas”. Como anticipo, llegar a la ciudad de noche y en avión no tiene desperdicio: Después de atravesar el inmenso desierto de Mojave, de repente surgen de la nada las luces de la montaña rusa más deslumbrante jamás concebida.



Una vez en tierra, la animación que se vive en las calles de la ciudad es frenética, aunque a la luz del día los casinos muestran un aspecto un tanto hortera y de mal gusto. Las Vegas es, literalmente una ciudad explosiva, y no solo por el próximo campo de pruebas nucleares que van a abrir muy cerca de allí. Además presenta el índice de crecimiento demográfico más elevado de todo el país, con apenas un escaso 6% de su población nacida en la propia ciudad. Hace setenta años, las Vegas era una modesta población de ocho mil habitantes surgida en torno a una estación de tren. El punto de inflexión fue la decisión del gobierno de la nación de represar las aguas del Hoover y construir una base aérea de las fuerzas armadas, con lo que surgió la necesidad de crear las correspondientes infraestructuras de ocio y diversión para todo el personal. Las autoridades del estado de Nevada legalizaron los casinos, y a finales de la década de 1940, los contrabandistas de licores y los gángsters irrumpieron en la ciudad de la mano de Bugsy Siegel, cuyo hotel Flamingo marcó toda una época de luces de neón y terciopelo afelpado. Las Vegas estaba lista para la fiesta y los Rat Pack no tardaron en llegar. Rat pack era el nombre con el que se conocía a cinco compañeros de andanzas allá por la década de 1950: Sinatra, Dean Martin, Joel Bishop escribieron varias páginas de la historia de las Vegas. A finales de la década de 1960, Howar Hughes había fijado su residencia en Desert Inn, y Elvis en el Hilton. Gente peligrosa en un entorno peligroso. Y ¿A que no sabéis quien fue la inventora de este nombre?. Pues la famosa e inocente niña del Mago de Oz quien al ver a los 5 con una borrachera importante les dijo: “Parecéis un maldito grupo de ratas”.



Los excesos de otros tiempos son ya cosa del pasado y ahora la ciudad centra sus esfuerzos en convertirse en un espacio de ocio familiar. Mientras, los casinos, que toman sus nombres de los primeros recintos temáticos (Circus Circus y Caesar´s Palace en la década de 1960) no dejan de crecer y el perfil surrealista del Venetian, el Paris o el New York han marcado definitivamente los horizontes de la ciudad. Tan sólo la mirada perdida de los inocentes turistas es la misma de siempre; el resto de Las Vegas que rememora las antiguas glorias es ya cosa del pasado, salvo algún que otro destello esporádico, como las luces de neón del Stardust.



Más allá del entretenimiento y el juego, también hay atisbos de cultura y algunos edificios notables como la Clark County Library, de estilo neoclásico. Pero sigue siendo el lugar del mundo donde casarse de inmediato es posible en las múltiples capillas de la ciudad, en algunos casos incluso sin ni siquiera salir del coche. Aquí es posible todo, incluso que esta ciudad es la única hermanada con Baden, de la archienemiga Cuba.