jueves, 26 de abril de 2007

CÓRDOBA, UN VERGEL DESPUES DE LA SEQUIA













La visita a Cordoba de Charlton Heston y el resto de miembros que participaron en el rodaje de El Cid les hizo abrir los ojos. En su momento de mayor apogeo, allá por el siglo X, la Córdoba del califato omeya encarnó la máxima expresión de la civilización humana. Cuando el resto de Europa se hallaba todavía sumida en la edad de las tinieblas, Córdoba se había convertido en un importantísimo centro cultural, comercial y científico. Los musulmanes pasaron a encarnar a los nuevos romanos, los que rescataron a Occidente de los bárbaros visigodos y sembraron en última instancia la simiente del Renacimiento.

Capital de Al-Andalus, Córdoba se convirtió en “un vergel después de la sequía”. Exiliada después de que los abasíes la expulsaran de Bagdad, la dinastía omeya buscó refugio en la península ibérica, donde se encontró con un pais desmembrado tanto cultural como geográficamente. En concreto, esta dinastía se estableció en Córdoba, una modesta población que los romanos habían fundado en el punto más alto del curso del Guadalquivir, cuyo progresivo descenso marcaría el declive definitivo de la gran capital omeya. Junto al lecho mismo del río se construyeron numerosas norias para llevar agua a la ciudad y a los campos de cultivo de la región. De todas ellas, tan sólo se han conservado una, la de Albolafia, aunque permanece en desuso desde que la reina Isabel la Católica se quejase del ruido que producía durante su estancia en el alcázar.

Los Omeyas hicieron de Córdoba su patria espiritual, a imagen y semejanza de su añorada Damasco, pero con el tiempo acabo convirtiéndose en la capital del califato independiente de Al-Andalús.
En claro desafío con los preceptos coránicos, Córdoba se convirtió en la tierra del vino, las mujeres y la música, una sociedad que supo conciliar los lujos y los placeres con el cultivo del intelecto. Además de la extraordinaria mezquita de tonos blancos y rojos, esta sensual noción de la vida que hicieron gala los andalusíes dejó como legado a la ciudad un sinfín de acogedores jardines y patios con susurrantes fuentes de aguas y paredes encaladas de un blanco inmaculado. Con sus calles y sus recónditas plazas hermosamente iluminadas de noche, el barrio de la Judería parece haberse anclado en el pasado, cuyo silencio rompe de vez en cuando el inconfundible tañido de una guitarra.

Los patios siguen siendo una de las señas de identidad de los cordobeses, y todos los meses de mayo compiten entre si por hacerse con el premio del patio más hermoso de la ciudad. La córdoba de hoy en día hace tiempo que dejó de ser un centro comercial de importancia para convertirse en una tranquila capital de provincias centrada en la producción de aceite de oliva. La comida sigue haciendo honor a su pasado árabe, y la población, joven y alegre, como su oriundo Joaquín Cortes, abarrota las cafeterías y los bares de la calle Romero para degustar el montilla moriles de la región.

Si se mira hacia el pasado, Córdoba viene a encarnar el ideal utópico de una ciudad cuya historia reta las cruzadas de los libros de historia. Nosotros, los viajeros, podemos optar por Madrid, Barcelona o Granada, pero como bien saben los lugareños esta es la madre de todas las ciudades.

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